Odiaba que me desvelara, pero nunca comprendió que esos desvelos eran por culpa suya ¿Qué ganaba él con quitarme el sueño? Yo quería ser feliz, yo quería dormir. Cuando me abrazaba me decía que un día se iba a casar conmigo y que, para entonces, sólo me desvelaría entre sus brazos, sin ropa.
Yo lo amaba, vaya que sí amé a ese hombre: tenía enormes ojos negros, pestañas largas, labios gruesos y una piel morena tan suave y uniforme como el mismo chocolate. Sus musculosos brazos solían rodear mi cintura desnuda, apretarla fuertemente contra su pecho mientras sus uñas se sumergían en la piel de mi espalda, bajando reciamente hacia mi cadera.
Siempre concluía con un "te amo, muñeca" y una sonrisa tan excitante como el pecado mismo. Besaba su mejilla y me recostaba en él...a dormir. Solamente estando a su lado podía dormir tranquila, solamente así sabía que nuestra realidad nos pertenecía.
Meses enteros de puro desvelo, de pura impotencia por no poder dormir sola y tampoco con él. Mi humor se tornó necio, irritante. Comencé a perder la cordura. Comencé a perderlo a él. Lo supe una madrugada de invierno, cuando caí en la cuenta de que realmente nunca fue mío, sino de mi cuerpo: de mi piel, de mis labios, de mis senos. Y yo tampoco fui suya; fui de su pecho, pero nunca de su corazón.
Y entonces descubrí que no hay mejor cura en el mundo que volverte a dormir. A veces estar muy despierta puede hacer daño, puede asustar a los demás. Es preferible dormir hasta que una tormenta vuelva a interrumpirte en tu letargo, y entonces regrese el insomnio, y entonces regrese el amor.
30 de enero de 2013
11 de enero de 2013
Invierno (Completo)
Allá afuera nevaba. El gato estaba recostado en la ventana,
viendo cómo los copos caían uno a uno, deseando, quizás, que ésta estuviera
abierta, para así poder salir y atraparlos.
Él pululaba en su sala. De vez en cuando se paraba detrás
del gato a contemplar también el paisaje. La nieve era tan gris como su semana: absurda y monótona. A unas cuadras de su casa había un
campo de golf que llevaba meses cerrado porque hacía ya mucho tiempo que seguía
siendo invierno. Sintió nostalgia al recordarlo; nada permanece en el mismo
sitio, el espacio también es relativo.
No había vecinos, no había familia, no había amigos. Lo peor
de sentirse solo es darse cuenta de que así se está realmente, y eso él lo
sabía, pues su única compañía era el gato. Su vida en ese abandonado pueblo
tenía el único fin de escribir para subsistir.
Alguien tocó la puerta: era ella. Hermosa como la primavera
que lo había desamparado. “Deberías escribir tu próxima película sobre ella”,
pensó.
Pero claro que fue un error, ella sólo quería saber cómo
llegar a la ciudad, mientras él quería saber cómo llegar a su corazón.
Su auto se había atascado con la nieve, tendrían que esperar que ésta disminuyera para así poder arreglarlo y llegar hacia su destino, pero los copos siguieron cayendo durante días.
Dentro de la casa todo iba bien: tenían víveres y fogata. Él le cedió su cama la primera semana, pero al noveno día el frío era insoportable, ambos necesitaban calor. Durmieron juntos, pero separador. Él no se podía dar el lujo de actuar rápido; a los escritores les encanta dramatizar, prolongar historias, exprimir hasta el último sentimiento y después disfrutar esa sensación de culpa y satisfacción: nada de qué arrepentirse, mucho de qué escribir. Lamentablemente éste no fue su caso: tres noches más y despertaron en la ciudad. Él recordó por qué odiaba tanto ir ahí: autos por todas partes, edificios, ruido y una clase de seres vivos casi parecida a los humanos. De no ser por tanto disfraz habría podido adivinar qué eran realmente. Lo peor de estar acompañado es darse cuenta de que en realidad eso no importa y que se está todavía más solo que cuando se vive en soledad. Pero ni siquiera eso es tan malo como descubrir que la única persona capaz de no hacerte sentir banal, en realidad piensa que, precisamente, eso eres, y luego se va.
Ella besó su mejilla, le dio las gracias, cruzó la avenida y se perdió entre los demás. Lo abandonó como la primavera. "Deberías escribir tu próxima película sobre ella", pensó.
Dentro de la casa todo iba bien: tenían víveres y fogata. Él le cedió su cama la primera semana, pero al noveno día el frío era insoportable, ambos necesitaban calor. Durmieron juntos, pero separador. Él no se podía dar el lujo de actuar rápido; a los escritores les encanta dramatizar, prolongar historias, exprimir hasta el último sentimiento y después disfrutar esa sensación de culpa y satisfacción: nada de qué arrepentirse, mucho de qué escribir. Lamentablemente éste no fue su caso: tres noches más y despertaron en la ciudad. Él recordó por qué odiaba tanto ir ahí: autos por todas partes, edificios, ruido y una clase de seres vivos casi parecida a los humanos. De no ser por tanto disfraz habría podido adivinar qué eran realmente. Lo peor de estar acompañado es darse cuenta de que en realidad eso no importa y que se está todavía más solo que cuando se vive en soledad. Pero ni siquiera eso es tan malo como descubrir que la única persona capaz de no hacerte sentir banal, en realidad piensa que, precisamente, eso eres, y luego se va.
Ella besó su mejilla, le dio las gracias, cruzó la avenida y se perdió entre los demás. Lo abandonó como la primavera. "Deberías escribir tu próxima película sobre ella", pensó.
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